Por: Luis J. Cintrón Gutiérrez [*] “Amor a la mexicana, de cumbia, huapango y son caballo, bota y sombrero, tequila, tabaco y ron amor a la mexicana, caliente al ritmo del sol despacio y luego me mata, mi macho de corazón” -Thalía, Amor a la mexicana “soundtrack” de la novela Rosalinda I. La identidad y el otro Aun cuando existen múltiples debates sobre la sexualidad y el género, podríamos concluir en gran medida que estas responden a expectativas de otras personas. Es una construcción de lenguajes, las identificaciones y los rasgos que son característicos de los géneros están atribuidos por otras personas que son los mismos, que según Lacan, atribuyen significados del Otro.
“Todas estas realidades demuestran que el género y la identidad sexual son dos sistemas relacionales que se han transformado según las coordenadas socioeconómicas y culturales de cada época y espacio concreto” (Goméz Suárez: 2008). También se ancla en unas raíces que se suscriben a los recuerdos que trabajan las re-significaciones y las construcciones del sujeto (Zizek: 1998). Ese otro, o esas resignificaciones responden a la narración de un proyecto hegemónico. Se afincan en distintos contextos históricos, políticos y culturales. Tambien responden a la necesidad de pluralizar o agrupar todo en conceptos que podamos convertir el algo genérico. En el construir un "otro" para disferenciar, entran procesos de mediaciones culturales y estructurales, los mismos que se usan para armar las naciones y los nacionalismos. En otras palabras, definir a levantar las fronteras imaginarias con el fin de la dominación de un sector sobre el otro (Martín Barbero; 1987). El control hegemónico no solamente pretende definir relaciones económicas, culturales y políticas. Entra hasta el interior del ser humano y le da etiquetas al género. Lo separa y le da atributos, o sea fronteras para normalizar unas conductas y la dominación de unos sobre "el otro". En nuestra cultura puertorriqueña, arraigada en los valores más conservadores de la hispanidad cristiana y machista de dos siglos atrás, junto la sajonada visión por nuestro colonialismo político y cultura de republicanos estadounidenses, construye la identidad de que el hombre debe vestir “como hombre”. En otras palabras, usar pantalón y tener rasgos físicos que te identifiquen como “macho”. De la misma manera, se imponen unas cargar culturales y sociales que alimentan al patriarcado y hegemonizan el discurso heterosexual en la opinión y el comportamiento público. Un hombre (al menos en mi experiencia de vida) que transgrede esa narrativa de “ser hombre”, sin ninguna mediación de diálogo, pasa rápido a la etiqueta de la homosexualidad. Brinca a la marginalidad por no cumplir con el esquema común que dibuja el patriarcado y la heterosexualidad. Existe en gran parte del mundo un discurso de heterosexualidad que ha penetrado las formas básicas de organización. Ha penetrado la construcción de conceptos y otros “que escapan a la conciencia” (Wittig: 1978). Aun cuando no puedo garantizar con firmeza esta aseveración que hice, estoy casi seguro que en gran parte de los rincones de América Latina se impone esta aseveración.
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Luis Javier
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